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Periodismo para la gente

¡Por fin llegaron!

¡Por fin llegaron!

La impaciencia de saber algo de nuestros seres queridos que a punto están de llegar de viaje, crece más cuando no sabemos a qué motivo se debe su tardanza. Peor todavía cuando ya deberían haber llegado hace dos horas. En efecto. La espera, entonces, quiere convertirse en una incontrolable pesadilla.

Eran más de las diez de la noche. Los guardias cerraron las puertas de la Terminal de buses, y no nos quedó otra que aguardar a los nuestros por los alrededores, justo donde las flotas se detienen y empiezan a salir los pasajeros.

Acudimos a esta Terminal con la plena confianza de que veremos a los nuestros cuando mucho con una hora de retraso. Pero cumplido este tiempo, la impaciencia se empieza a manifestar en las personas de distintas maneras.

Por ejemplo, una madre de familia, acompañada de su esposo, aguarda impaciente a su hijo, con el argumento simple pero aterrador de que no quiere que “unos desgraciados” le roben otra vez su dinero, su celular y lo golpeen dejándole la espalda como la hoja de un árbol, tal como sucedió hace un mes, cuando su hijo a punto estaba de llegar a casa.

Un joven, de profesión mesero, quien a lo máximo debe tener 30 años, aguarda a su esposa, mirando a cada instante el reloj de su celular. Y cura su impaciencia con los pocos cigarrillos que se ha comprado. Dice que son para combatir el frío; un frío que se escapa en bocanadas perfectas por sus labios, mezclada con el vapor que despide cada que nos habla.

Dice que ni bien llegue su esposa, juntos irán a la casa de su madre a despedirla. Se irá a España; sí, el paraíso europeo que seduce a nuestros compatriotas en busca de dinero; dinero para compartir con los familiares que aquí les queda.

“Por suerte, mi madre tiene todos sus papeles en regla”, nos dijo el joven. Y no es necesario que vaya antes al control migratorio del aeropuerto Charles De Gaulle, de Paris; puesto que lleva en manos un contrato de trabajo. O sea, es una boliviana con suerte.

El temor a ser expulsado de España sin otra explicación que la de ser latinoamericano y supuesto sospechoso de cualquier delito, como el terrorismo –por ejemplo– nos dio miedo en esa noche sin luna. Cuesta saberse solo, en otro continente, donde no conoces a nadie y encima de eso, con todas las ilusiones trizas en menos de un minuto. Ahí, en esa situación de desgracia, cuán incómoda nos cae la palabra “extranjero”.

Otra señora, marcaba un número desde su celular cada diez minutos. Su única hija bailó este sábado en la Diablada de la Fraternidad. Y su angustia parecía subir de temperatura cada que escuchaba que deje un mensaje después del tono. Llevaba un paraguas de color rojo. Y se la veía de rato en rato abrir y cerrarlo, cada que creía conveniente.

En cambio, este cuadro le era muy familiar al vendedor ambulante de cigarrillos, cuyo puesto se encontraba al frente de la puerta cerrada de la Terminal de buses.

Él también llevaba un celular en la mano, y por cada llamada que hacía para la gente cobraba un peso. “En esta época de carnaval, siempre es lo mismo”, dice. En medio del frío que le hacía mover los pies como si llevara el ritmo de una canción, nos contó una historia que hasta ahora le hace reír:

“Hola. ¿Dónde estás? Te estoy esperando en la Terminal. ¿A qué hora vas a llegar?”. “¿¡Qué!? ¿Ya estás en la casa? Ah, bueno, ya me voy, entonces”.

Claro, la anécdota nos sirvió como distensión, en medio de una incertidumbre oscura, casi eterna y con cinco grados Celsius de temperatura.

Y vimos llegar otra flota. Casi todos eran jóvenes. Es obvio que la mayoría participó en la Entrada del Carnaval de Oruro. Una joven llevaba en manos el bastón de bailarina Toba, con que se lució en la Entrada. Se la veía cansada. Me dio la impresión que suspendió el dulce sueño que llevaba en el viaje, el momento en que la flota hizo su última parada en esta ciudad. Ha debido maldecir ese instante, pues la noté más de mal humor que tan agotada que se diga. “Ya nos falta muy poco para llegar a casa”, la oímos decir.

Y hasta que salió la última persona del bus, el joven mesero, yo y nuestros eventuales compañeros, caímos en la cuenta de que la espera no había terminado.

¡Cuánto desengaño cayó sobre nosotros! Pero el vendedor de cigarrillos trató de consolarnos diciendo que en estas fechas los buses desde Oruro suelen llegar hasta las tres de la madrugada.

Pero la noticia a la señora del paraguas rojo no le dio ninguna tranquilidad. Vive en Ovejuyo. Y sabía que retornar a su casa, mientras más tarde se haga, le iba a costar tres veces más de los acostumbrados 10 bolivianos que el taxi suele cobrar, como mínimo, dentro de zonas centrales y en horarios “normales”, por así decirlo.

A Ovejuyo se llega desde esta Terminal en poco más de cuarenta y cinco minutos en auto. Preocupado por esa misma situación, marqué al número de papá para saber dónde estaba. Hace más de media hora que ya debían haber llegado. Y para no caer en la trampa de la espera inútil, le dije:

“No me digas que ya están en la casa, y yo aquí esperando a que lleguen”.

“No, estamos en El Alto. Se han pinchado dos ruedas de este bus. Creo que en media hora llegamos. Espéranos, por favor”.

Y colgó. Ni siquiera me dio tiempo para preguntarle en qué flota venía. Y cuando volví a marcar su número, la señorita que vive dentro de este aparato me pidió también que deje un mensaje después del tono.

Pasada la media hora, la lluvia menuda seguía con la misma intensidad que nuestra paciencia por nuestros seres queridos. Lo gracioso era que ninguno de nosotros, excepto el joven mesero, conocía el nombre de flota en que venían nuestros respectivos seres queridos. Lo que nos obligaba a todos a ir al encuentro de cada bus que se detenía para ver si de éste salían los nuestros. Pero no. Y la escena se repitió otros cuarenta minutos más. Hasta que me animé a comprar un cigarro y combatir yo también el frío que, poco a poco, se introducía hasta en mis pensamientos.

Y sin darnos cuenta se presentó ante nosotros una pareja de jóvenes con cara de yo no fui. Eran de Cochabamba. Querían ayuda. Les habían robado todo su equipaje, y dentro de éste, según nos cuentan, estaba todo su dinero. Yo no sabía qué hacer. Los demás desconfiaron de ellos. Pero me partía el alma verlos a merced del frío y la voluntad de la gente para “sobrevivir” y pasar la noche, Dios sabe dónde y cómo.

La joven ni siquiera tenía una chamarra con qué protegerse de las menudas gotas de agua que parecían perforar su piel hasta hacerle temblar de frío. Él, la abrazaba cada que también sentía que la temperatura mojada se apoderaba de su voz. Y ella correspondía a ese abrazo apoyando su cabeza en el pecho de su protector, buscando también un poco de calor.

Entre todos pudimos reunir apenas diez pesos. Pero eso no les alcanzaba ni siquiera para ir a descansar a cualquier alojamiento barato de aquí cerca. Lo mínimo que cobran, según el hombre de los cigarrillos, es 15.

Verlos tan solos y desamparados, me hizo recuerdo a mi pesadilla de la soledad que tuve despierto, mientras caminaba por Miraflores, en Lima, Perú. Allá no tenía a nadie, y, sin embargo, deposité mi confianza en la primera persona que encontré a mi paso. Tuve mucha suerte, ahora que lo pienso. Pero estos jóvenes, no. Y no sé qué será de ellos a estas horas.

Llegó la esposa del amigo mesero. Nos había estado viendo mientras aguardábamos sentados en la única banca con techo transparente que le da la espalada a la puerta de la Terminal de buses. La historia para este joven había terminado.

Mientras que para el resto, el cuento de aguardar a los parientes seguía. Y cuando me acerqué a la última flota que llegó (en un promedio de cuatro horas llegaron más de diez), vi salir de ella a mis padres con el equipaje liviano en la mano y buscándome con la mirada entre la gente. Fui a su encuentro y mi espera también había terminado.

“No sé si nos estuviste llamando, pero la batería del celular se agotó”, me dijo.Con razón no pude estar al tanto de todo lo que les ocurrió.“Son las dos y media de la mañana”, le dije. “Tardaron seis horas. Y hace tres que debían haber llegado”.Por lo regular un viaje desde Oruro a La Paz, en flota, se lo hace en tres horas.

Luego mi padre me explicó que el retraso no sólo era por las dos llantas pinchadas en mitad del camino, sino que el chofer del bus no había tenido llantas de repuesto. Se tuvo que prestar de otra flota amiga para salvar este problema.

Supe, entonces, que el hombre de los cigarrillos tenía razón. “Ahora se les ha dado por controlar todo: si el chofer está borracho; si el precio del pasaje no es más que 23 bolivianos; si te dan factura; si no están revendiendo boletos por cualquier demanda como el carnaval; que la gente no viaje en los pasillos de los buses como antes… En fin, todo. Pero lo que se les escapó ahora es saber si estas flotas tienen o no llantas de repuesto”.

Y al unísono dijimos: “¡Hasta cuándo será esto!”.

(Crónica de Carnaval)

Fuente de la foto: www.viajeros.com

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